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martes, 15 de noviembre de 2011

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Quería componer la canción más bonita, con mis versos, con aquella melodía que no recordaba haber escuchado antes en ningún lugar aparte de en mis pensamientos. Deseaba transformar en armonías aquel millón de lágrimas que un día decidí abandonar en un cajón oculto de mi corazón, pero les faltaba espacio, se ahogaban y me abandonaban, descendían por mis mejillas, y yo me desmoronaba. Me hacían enmudecer, me estremecían y volvía a sentirme vacía, completamente vacía. Cada una de las conexiones que unían mi corazón con mis extremidades estaban desconectadas, funcionaban por costumbre, por supervivencia. En cambio, la conexión de mi mente y de mi corazón seguía ahí, aunque la notaba exhausta, cansada, pero se necesitaban. Necesitaban descansar, mi mente no cesaba de hacerse preguntas, de buscar respuestas y de recordar momentos, y mi corazón no dejaba de llenarse de culpas, de arrepentimientos. Ambos dos luchaban por el otro, y así se mantenían vivos, pero no cuerdos, enloquecían. Y yo seguía queriendo escribir la canción más bonita, con mis versos y su melodía, quería que sonase como una dulce sinfonía, como el aire cuando lo invaden las risas. Solo entonces me di cuenta que mi mente se había llenado de diapositivas, de momentos, de sonrisas. Me di cuenta de que mi corazón había dejado de latir para no dejar margen a estúpidas distracciones, así que me centré en aquellas fotografías, y me dispuse a recordar, sin latidos, sin heridas, con aquella melodía que ya había inundado mi aire. 



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